Mi corazón es una delicadeza feroz.
Que tanto
tiembla con una brisa,
como da sostén y contención,
a quien de mi mano,
se abisma en sus búsquedas.
Ahora lo sé.
Mi corazón,
como el tuyo,
es resiliencia y sabiduría,
que se recobra
a base de recuerdo de sí.
Que se apuntala y se diluye,
meditación a meditación.
Ahora lo sé.
Mi sexualidad
es una danza sagrada,
impredecible,
salvaje,
sutil,
tímida,
suave o voraz.
Ahora lo sé.
Lo sé,
permiso a permiso,
respeto a respeto.
Ahora lo sé.
Y solo es,
dónde es ternura,
placer compartido,
sacramente auténtico
y libre.
Ahora lo sé.
Lo sé,
permiso a permiso.
Coraje a coraje.
Coraje para el permiso
de no saber.
Mi mente es un pájaro que planea.
Uno,
que se inspira avistando horizontes
o sobrevolando el propio territorio;
deleitándose en detalles
que encumbran,
la calidez del nido.
Ahora lo sé.
¿Cómo iba a saber entonces
nadie,
bailar con mi corazón,
nadar en mi sexualidad
o volar con mi mente,
si ni yo misma sabía?
Crecí creyendo
que por tener un corazón en el pecho,
debía saber de su funcionar.
También pensé,
sin saber que lo pensaba,
que quién dijese amarlo,
debía saber cómo hacerlo vibrar.
Creo,
que incluso entendí,
que sexualidad era genitalidad.
Una,
coreografiada y aprendida
en audiovisuales.
Y en unos cuantos clichés más,
oídos por aquí
y por allá.
De mi mente,
creí lo que me contaron.
Y de mi espiritualidad,
ni hablamos.
Aprendí,
eso sí,
a darle una buena espalda.
No tenía ni idea de quién era,
verdaderamente,
hasta el día en que al fin,
me di permiso para no tener ni idea.
Entonces,
empecé a mirarme,
sinceramente,
y por primera vez.
No sabía cómo hacerlo.
Pedí ayuda.
“Solo observa”, me dijeron.
“No juzgues, solo observa”.
Eso traté.
Y así fue,
como supe lo poquísimo
que sabía sobre mí.
Me aterré,
perdí las respuestas
automáticas atesoradas.
Me sentí fraude,
perdida,
frágil…
Aún así,
por algún motivo,
sabía que estaba siendo
tremendamente valiente.
Supe,
sin entender bien por qué,
que mi camino,
era en esta dirección.
Coraje,
entendí que era soltar,
poco a poco,
a mi tiempo,
uno a uno,
esos artificios que me apuntalaban
y desde los que me erigí fantasma,
y a medias.
Sin saber,
me di permiso
y me desmoroné.
Por fin.
Desde entonces,
me desmorono periódicamente,
a conciencia;
dejando caer lo viejo y artificial.
Benditos desmorones,
benditas caídas,
desde dónde renazco,
fresca,
descansada,
aliviada,
más verdad,
más liviana,
más libre.
Desde dónde descubro
otro poco de lo que tenga que venir.
Desde dónde me encuentro
con lo que hay.
Bendito permiso para no saber.
Que no es más,
que el permiso para descubrir
y recibir cada día,
a cada momento,
lo que sí es.
Lo que ya cabe
y lo que puedo
o lo que podemos acoger.
Bendito permiso para lo nuevo
y auténtico.
Tenían razón, la cosa va de perder…
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